Hace muchos años, cuando en Chile la tierra de Arauco era habitada por pehuenches y mapuches, vivía una hermosa princesa, llamada Hues, y un vigoroso príncipe pehuenche, cuyo nombre era Copih.
Pero, lamentablemente, sus tribus estaban enemistadas a muerte. El mayor de los problemas era que Copih y Hues se amaban y para verse sólo podían encontrarse en lugares secretos de la selva. Sin embargo, un día los padres de ambos se enteraron y se enfurecieron... y no se quedaron de brazos cruzados.
Copiñiel, el jefe de los pehuenches y padre de Copih, y Nahuel, jefe mapuche y padre de Hues, se fueron cada uno por su lado hasta la laguna donde ambos enamorados se encontraban.
El padre de Hues, cuando vió a su hija abrazándose con el pehuenche, arrojó su lanza contra Copih y le atravezó el corazón. Tras esto, el príncipe pehuenche se hundió en las aguas de la laguna. El jefe Copiñiel no se quedó atrás e hizo lo mismo con la princesa, la que también desapareció en las aguas de la laguna.
Ambas tribus lloraron por mucho tiempo. Y cuando pasó un año, los pehuenches y mapuches se reunieron en la laguna para recordarlos. Llegaron de noche y durmieron en la orilla.
Al amanecer, vieron en el centro de la laguna un suceso inexplicable. Del fondo de las aguas surgían dos lanzas entrecruzadas. Una enredadera las enlazaba, y de ella colgaban dos grandes flores de forma alargada: una roja como la sangre y la otra blanca como la nieve.
Así, las tribus enemistadas comprendieron lo que sucedía. Se reconciliaron y decidieron llamar a la flor copihue, que es la unión de Copih y de Hues. Ésa es la historia de nuestra flor nacional
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